3 de octubre de 2010

Nunca



Siempre, cada vez que entraba en mi piso, lo primero que hacía era quitarse la camiseta y ponerse una mía. Enorme, naranja y agujereada. Y siempre, se la ponía al revés. Su pelo tapaba la etiqueta que una vez corté, para que no me molestara en la nuca.

Siempre, cada vez que entraba en mi piso, lo segundo que hacía era quitarse los vaqueros. Yo miraba maravillado cómo se deslizaban por sus piernas y con qué facilidad se podía quitar esos pitillos tan apretados.

Siempre, cada vez que entraba en mi piso, lo tercero que hacía era follarme. Siempre empezando de la misma manera. Despacio. Con mucha luz. Siempre hacíamos el amor igual y día sí, día no, se quedaba con ganas de más. Siempre que quería jugar con su pecho, besarlo, tenía que adentrarme dentro de mi propia camiseta, viendo sus dibujos hacia dentro mirándome. Como dándome permiso para acariciar algo que ellos tenían el resto del tiempo.

Siempre, cada vez que entraba en mi piso, lo cuarto que hacía era beberse un vaso de leche, sin azucar, de un solo trago. Siempre se quedaba mirando el vacío, como pensativa, tras dejar el vaso en la pila. Hasta que tres segundos después se giraba a mirarme.

Siempre, cada vez que entraba en mi piso, lo quinto que hacía era meterse en mi cama y tumbarse a mi lado. Sin tocarme. Siempre me miraba con esos ojos verdes de día y azules de noche. Siempre me miraba con ese gesto serio, opaco. Nunca era capaz de ver qué decía esa mirada. Si me miraba con cariño, con curiosidad, con aburrimiento. Nunca lograba mantenerme despierto más tiempo que ella era capaz de mantener sus ojos abiertos. Sin parpadear.

Nunca estaba a mi lado cuando me despertaba.

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